"Mi querida Bombonera", la historia de amor de Nico Burdisso
El ex defensor publicó una nota en The Players Tribune en la que contó lo que significa para él la cancha de Boca. ¡Emocionante!
e voy a contar una historia de amor. Pero no es la típica historia de
amor. Es sobre un estadio. Y sabés qué, es el estadio más especial de
todo el mundo: La Bombonera.
Vas a escuchar a mucha gente que dice lo mismo, y creeme, en mi
opinión, están en lo cierto. La cancha de Boca es simplemente…
diferente.
Como muchos de ustedes, yo fui uno de esos turistas que fueron a Buenos Aires
a visitar La Bombonera, ¿sabías? Tenía 13 años. Todavía me acuerdo de
la primera vez que la vi. Era la vieja Bombonera, antes de las reformas,
y estaba completamente vacía, pero inmediatamente sentí el mito de Boca
ahí adentro.
Era mi primera vez en la capital de Argentina.
Yo
soy de un pueblo muy chico en la provincia de Córdoba, Altos de
Chipión. Es el pueblo perfecto para ser un chico. Son 1.500 personas,
todos sabían todo de todos, y la vida del pueblo en sí pasaba por 10
cuadras por 10 cuadras. Todo empezaba ahí y todo terminaba ahí.
En
el interior del país, las familias suelen ser hinchas de los clubes
grandes, aparte de los equipos de la zona. Mi familia siempre fue de
Boca. Para mí, Boca era algo más que un club. Era el club del que yo era
hincha. Yo jugaba al fútbol todo el tiempo, pero verme en Boca era algo
inalcanzable, un sueño que no me podía permitir tener.
Boca es
el club más grande de la Argentina, pero no te creas que era fácil en
aquellos tiempos. Los años 80, los de mi niñez, fueron años difíciles
para el club. No ganaba títulos y había otro tipo de problemas. Me
acuerdo de mi primera camiseta. La de la Supercopa que ganamos en el 89,
que fue el primer título que viví. La amaba. Fue un regalo de mi papá.
Fue la primera de varias que tuve. Después tuve la del 92, la del 94…
Yo
quería ser volante central. Número 5. Cada chico de Argentina soñaba
con ser como Fernando Redondo. Pero yo también seguía a los jugadores de
Boca. Había llegado Claudio Marangoni. También estaba Blas Giunta. El
verdadero mito era El Diego—Maradona— pero también admiraba al Cabezón
Ruggeri. Pero mi verdadero ídolo, el héroe número uno, era Burdisso.
Enio Burdisso.
Mi viejo, Enio, era futbolista. Un marcador
central de los de antes, duro. Jugó un año en Instituto y pasó por
varios clubes como jugador y después como técnico. Yo lo seguía a todos
lados, me escabullía en el banco, en el vestuario. Me encantaba el
fútbol. Cada cosita del fútbol. Y yo también jugaba, y lo estaba
haciendo bastante bien, en los torneos de la zona.
La vida de
cualquier niño en un pueblo así es perfecta. Lo único que tenés que
hacer es jugar al fútbol. No hay peligros, nada de lo que preocuparse.
Pero algo pasó. Algo que pasa en las vidas de muchos chicos de
Argentina. Cuando tenés 13 o 14 años, necesitás tomar una decisión.
¿Vas
a intentar hacer una carrera en el fútbol? Si la respuesta es sí,
entonces te tenés que ir. Dejar al pueblo perfecto. Dejar a tu familia.
Digo 14 años, porque es cuando yo decidí irme. Hablé con mi viejo, que
se movió con todo para conseguirme una chance, y así surgió la
oportunidad de ir a una prueba en Newell’s Old Boys. En los años 90, eso
significaba mucho, Newell’s era un punto de referencia. Eran casi
cuatro horas desde casa, pero haber quedado fue cumplir un sueño. Era el
lugar en el que quería estar.
En el primer año, la sensación de
soledad es insoportable. Estás solo, viviendo con otros chicos, y al
mismo tiempo empezás a pensar en las cosas que te estás perdiendo, las
cosas que están haciendo tus amigos, las cosas que está haciendo un
chico normal de 14 años. Había una cosa puntual que me torturaba: nunca
más iba a vivir con mis viejos.
El incentivo por jugar a la
pelota también choca con la realidad. Me mandaron al tercer equipo de
Newell’s, que estaba en una liga local, Rosarina B. Pero yo no jugaba.
Ni siquiera en el tercer equipo. Es el punto de quiebre para muchos
chicos: estás solo, estás sufriendo, decidiendo tu futuro, ¿no querés
volverte a casa?
No.
Absolutamente no.
No iba a
dejar que mi sueño se evaporara así de fácil. Ni siquiera después de que
me dejaron libre de Newell’s, porque necesitaban achicar los planteles.
Confundido,
me puse a reflexionar y me tracé objetivos. Siempre fui bueno para
hacer eso. Me dije a mí mismo: hay dos maneras de llegar a jugar en
Primera. Una es para los tocados, los que van a debutar a los 17, 18, 19
años. El otro camino, el más lento, el que iba a tener que tomar yo,
era el de la perseverancia, el sacrificio, la constancia. Y así, a los
22, 23 años, iba a llegar. Pero yo en Primera iba a jugar en algún lado,
eso lo tenía claro.
Y entonces apareció un hombre que me
conocía, que me dijo que íbamos a ir a unas pruebas en Buenos Aires. Yo
pensé que íbamos a ir a algún club chico, pero cuando estaba con él
entrando a Buenos Aires, dijo la palabra mágica: Boca. Mi club.
Lo
primero que pensé es que estaba loco. “¿No es demasiado para empezar?
Ellos vienen ganando tres años seguidos el campeonato de mi categoría”,
le pregunté.
“Pero están buscando un central de tu división. Todo va a estar bien.”
Siguió manejando. Mi corazón latía más fuerte.
Mi
papá, ah, dejame contarte la primera reacción que tuvo cuando le di la
noticia. “Mirá, si firmás en Boca, te prometo que cambio el auto”, me
dijo. El único pequeño detalle es que no tenía auto. ¡Esa es la
confianza que me tenía! Estaba jodiendo, como si nunca fuera a pasar.
Pero también era el comentario justo. Boca es un gigante y yo tenía que
mantener los pies sobre la tierra.
Las primeras prácticas que
hice no fueron en La Bombonera. Las inferiores todavía estaban
terminando las canchas nuevas, y nosotros nos entrenábamos en Parque Sarmiento.
Creo que anduve bien, hasta que llegó la verdadera prueba: los nuevos
contra los jugadores que ya estaban en Boca. Y esta prueba salió
horriblemente… bien. Sí, tal cual. Nos pasaron por arriba. Perdimos
11-0. Pero para mi sorpresa, me dijeron de volver para hacer una segunda
prueba con los jugadores de Boca.
¿Sabés por qué me dijeron de
volver? Es una historia graciosa, que me enteré muchos años después.
“Uh, ese día fueron un desastre todos”, me dijo Jorge Griffa, el
responsable de las inferiores, charlando una vez. Pero él se dio cuenta
de algo que hacía yo cada vez que nos metían un gol. Me metía rápido en
el arco, agarraba la pelota con una rabia terrible, pero trataba de
alentar a mis compañeros. “Dale, dale, arriba, no pasó nada”. Así una
vez, dos veces. Y otra más. Y otra. Incluso hasta el 11-0. “Ojo que a
este pibe lo tenemos que seguir viendo, eh”, Griffa les dijo a sus
colaboradores.
Así es como me dijeron de volver, ya no para
jugar contra ellos, sino con ellos, y de repente el sueño se hacía
realidad. Después de la segunda prueba, me dijeron que volviera, y
finalmente me ofrecieron quedarme en la pensión.
Y de repente me
encontré viviendo en Boca, pegadito a La Bombonera. En la pared al lado
de mi cama, había fotos de mi familia con un mensaje que había escrito:
“El jugar al fútbol es un don de Dios. El estar lejos de mis padres es
parte del juego”. Los extrañaba cada día, pero esa era la vida de
alguien que quería ser futbolista.
Y te digo algo, estaba
completamente equivocado en eso del camino lento, para llegar a Primera a
los 22 o 23. Firmé en Boca a los 16 y cuando tenía 18 ya estaba
haciendo mi debut en Primera. Y eso se debió también a que cambié mi
mentalidad.
En Newell’s, te sentías más como en una escuela de
fútbol. Te enseñaban cómo pararte para recibir, cómo perfilarte, cómo
salir jugando.
Boca era distinto.
En Boca, tenés que ser
práctico. Necesitás condensar todo lo que ya aprendiste, todo lo que
tenés, para beneficio del equipo. No era la forma que yo sentía de
jugar, o al menos era lo que yo pensaba, hasta que dije: Okay, quieren
que juegue así. Voy a jugar así. Y no sólo abracé a ese modo de jugar,
lo transmití también. Es el modo de jugar que me caracterizó en el resto
de mi carrera.
En el fútbol, nada llega completamente por sorpresa. Todo es resultado de un proceso. Y mi proceso estaba yendo bien.
Burdisso. Llamar inmediatamente a secretaria.
Este es el papel amarillo que encontré pegado en la puerta de la pensión la noche en que volví de jugar un amistoso con la Selección Sub 20.
Era tarde. Llamé, sin tener mucha idea de lo que pasaba. Me dijeron que
me esperaban a la mañana siguiente para entrenarme con los
profesionales.
El día que llegué a mi primera práctica —con otros
dos chicos nuevos— Boca estaba por ganar el primer campeonato en seis
años. La presión y la expectativa eran muy grandes. Así y todo, el
técnico, Carlos Bianchi,
nos vio sentaditos en un rincón antes del entrenamiento y se nos acercó
para hablarnos. Me preguntó por mi familia. Me preguntó por mi estilo.
Me deseó suerte.
Al día siguiente, corrí al kiosco para comprar todos los diarios. Mi nombre estaba ahí. De verdad era jugador de Boca.
Cuando
me convocaron por primera vez para ir al banco, me acuerdo que volví a
mi cuarto en la pensión, me senté y me quedé reflexionando sobre lo que
habían sido esos cuatro años lejos de mi familia. Sabía que se cerraba
una etapa. Dos semanas más tarde, con mi mamá y mi papá en la platea,
pensé que me iba a volver a tocar ir al banco. Estaba yendo a ver a mis
compañeros de la reserva hasta que se abrió una puerta al lado del
túnel. Era Bianchi. “Nicolás, mirá que hoy vas de arranque, eh”, me
dijo. Inmediatamente sentí un calor que me recorría todo el cuerpo. Pero
al mismo tiempo, sentí que esa era la oportunidad que había buscado,
que la vida se estaba luciendo poniéndome esa chance arriba de la mesa.
Dependía de mí saber si la iba a aprovechar.
Las sensaciones de
ser jugador de Boca son indescriptibles. La Bombonera es un estadio
único. Da miedo. No es fácil acostumbrarse a jugar ahí.
Como
defensor, y un defensor al que le gusta hablar, nunca más estuve en un
estadio en el que no podés escuchar al compañero al que tenés al lado.
Le podés gritar, pero no te va a entender.
Es realmente así de fuerte.
Como
jugador de Boca, te acostumbrás a esto, pero para los visitantes es
otra historia. Por eso La Bombonera mete miedo. Te intimida. Y creeme,
algunos rivales no te lo van a decir públicamente, pero te lo dicen en
confianza.
Porque no es sólo que estás jugando ahí, también estás
jugando con la imagen mental que te creaste durante tantos años. El
estadio está arriba tuyo. No está alrededor. Es como estar en una gran
caja de bombones, de ahí el nombre.
En Europa, me encontré con
muchos compañeros que estaban muy curiosos de Boca y de La Bombonera. El
primer día en Inter, Edgar Davids se me acercó para decirme que le
encantaría jugar para Boca. Daniele De Rossi es otro gran hincha de
Boca, y su sueño, siempre me lo dice, es jugar un partido ahí. Tomás
Rincón, Salvatore Sirigu, todos sueñan con ser jugadores de Boca. Y te
das cuenta de que te convertiste en un embajador, un embajador de La
Bombonera.
La primera vez que la vi como jugador fue para un
entrenamiento. Y lo que ves es como un monstruo dormido, esperando.
Después me tocó jugar un partido en la Reserva, con hinchas, y no te
puedo explicar lo mágico que es.
Te vas preparando para el ritual
de La Bombonera desde antes, con el micro que va entrando al barrio de
La Boca, con todos los conventillos, las calles pequeñitas, las casas
donde vivían los inmigrantes italianos, y los bombos, la gente que te
saluda, que te acompaña cantando hasta llegar.
Uno de los
momentos más especiales es cuando estás yendo desde el vestuario a la
cancha. Adentro del túnel, llega un momento en el que te encontrás con
los escalones.
No es una escalera normal. Es una escalera pequeña, muy empinada.
Hay
que subirla de a uno, no hay espacio suficiente para ir de a dos. Lo
único que ves, cuando te estás preparando para subir, es un pedacito de
cielo y a una persona que está haciendo flamear una bandera para
avisarles a los hinchas que está por salir el equipo. Y el aliento,
todos saltando, se hace más fuerte a medida que te preparás para salir a
la arena, al Coliseo, al lugar donde va a ser la batalla.
Yo lo
llamo el umbral. En un momento estás ahí, en el túnel, haciendo las
últimas arengas, y de repente estás en un lugar completamente diferente.
Los secretos y el mito de Boca está ahí, en ese pasaje.
Que
además tiene a los hinchas cantando la misma canción que cantan hace 100
años, cada vez más fuerte, porque saben que vos estás por salir, y
entonces empezás a sentir las vibraciones, las paredes que se mueven.
Late, dicen. La Bombonera es como un corazón que late. Todo es muy especial.
Nunca
me pasó de vivir algo así en ningún otro lugar. Es increíble. Único.
Nunca podrá haber un estadio así en Europa. Es difícil de explicar.
Estás a dos, tres metros, y así y todo no te podés escuchar. En esos
momentos, es más sobre los hinchas que sobre los jugadores. Ellos son
los protagonistas.
Y el partido más importante para un jugador de Boca es contra River Plate.
Que fue el primer partido en absoluto para mí con la camiseta de Boca,
todavía en las inferiores: River de visitante. Empatamos 1-1. No dormí
la noche anterior, y seguí jugando ese partido mentalmente por muchos
meses después.
Pero unos años más tarde, cuando nos enfrentamos a River en la Copa Libertadores,
en 2000 y 2004, la ansiedad que tenía era completamente distinta. Como
jugador, aprendés a abstraerte de las presiones. Todos nosotros hemos
jugado con chicos que eran mejores que nosotros, pero que no llegaron a
Primera. Si no aprendés a sacarte de encima esa mochila de presión,
nunca vas a llegar al nivel más alto.
A veces, la presión es
buena. Pero para partidos cruciales, lo que tenés que hacer es evitar
pensar en las consecuencias, aislarte. Incluso durante los partidos,
tenés que ir jugada a jugada. Si te pasaron en una, eso no quiere decir
que en la próxima te van a volver a pasar. No condiciona a la siguiente.
La tomás como una advertencia y empezás de nuevo. Si empezás a pensar
en las consecuencias por perder, o lo que puede pasar si no ganás, estás
muerto.
Así y todo, como hincha, el otro día me encontré mirando
la primera final de la Libertadores con unos nervios que no había
sentido en años. Tratando de hablar con los jugadores de Boca, de
ponerme en su lugar. Si pudiera decirles algo, les diría que la vida se
lució. La vida se luce cuando te deja una posibilidad así sobre la mesa.
Depende de vos aprovecharla. Esa motivación, no presión, puede ayudarte
a que hagas algo que nunca habías hecho, a que des algo que nunca
diste, a que juegues como nunca jugaste en tu vida.
¿Pero te
acordás que te dije que esta era una historia de amor? Bueno, es todo
verdad. No mucha gente lo sabe, pero La Bombonera es también el lugar en
donde conocí a María Belén, mi esposa. Ahí mismo, en un pasillo, es
cuando la vi por primera vez. No tenía idea de lo que era el fútbol, y
por supuesto, no sabía que yo era futbolista. Podría mostrarte el lugar
exacto, como si fuera un GPS, donde nos conocimos. Y es gracioso pensar
que todo se debió a una nota.
Mirá, en ese vestuario de Boca,
teníamos jugadores de mucha personalidad. A los veteranos no les gustaba
que los juveniles se frenaran a hablar con los periodistas. “Ah, ¿así
que ahora estás dando notas?”, te decían. Sentías la presión. Era una
lección para mantener perfil bajo, y si había que hablar, hablaras en la
cancha primero, y después, eventualmente, con el periodismo. Boca es un
club enorme y algunos juveniles podrían confundirse cuando recién
empiezan. Por eso, los más experimentados nos tenían cortitos.
Pero después de volver de la Intercontinental en Japón, cuando le ganamos al Real Madrid,
yo recibí un llamado para ir a una radio partidaria. Dudé, no quería.
Pero la invitación era ir al estudio, que estaba armado en un
departamento en Liniers, y de ahí, ir a cenar. A un tenedor libre.
“Traete a todos los chicos que quieras”, me dijeron. Así que fuimos con
cinco chicos de la pensión, hicimos la nota y después nos comimos todo.
Nunca me voy a olvidar del nombre del periodista que me invitó: Emerson
Voltaire.
Unas semanas después, después de jugar con Cobreloa, lo
veo ahí en el pasillo. Normalmente, no me frenaba nunca para hablar.
¿Te acordás lo que te dije sobre no dar notas?
Pero lo conocía, era el que me había llevado a cenar.
Al
lado de él había un grupo de estudiantes que querían hacer unos
trabajos para la universidad. María Belén, que estudiaba comunicación
social, estaba con ellos, aunque ni siquiera había mirado el partido. No
le importaba el fútbol. Era su primera vez en una cancha. Y esperaba
también, en el pasillo. Uno de los estudiantes aprovechó que me había
frenado a hablar con el otro, para pedirme si podía responderle unas
preguntas. Yo ya la había visto ahí parada, así que me quedé.
Así
nos conocimos. Si te ponés a pensar, fue todo gracias a esa entrevista
en ese pequeño estudio de radio, al tenedor libre y, por supuesto, a La
Bombonera.
Y ahora me estoy dando cuenta de que es la primera vez
que cuento esta historia. Esto es lo que puedo decir sobre Boca, mi
camiseta, me dio todo lo que podía pedir.
En ese lugar especial
con el que soñaba con jugar alguna vez, todos los puntos de mi carrera
profesional y de mi vida personal se conectan. El nene con la camiseta
de la Supercopa. El chico que quedó impresionado en su primera visita.
El adolescente que dejó todo para cumplir un sueño y que también vivió
ahí. La carrera profesional, los títulos, los compañeros, las charlas de
vestuario. Los Superclásicos de la Libertadores. Y también, mi mujer,
mis hijos —Angelina, Facundo, Emilia—, la hermosa familia que tengo.
Para mí, todo está ahí, en ese lugar misterioso y mágico.
Los
escalones de ese túnel no sólo simbolizan mi carrera, sino también, mi
vida. Estoy subiendo esos escalones cada día. Y lo adoro.
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